La distancia entre la palabra y
la realidad detrás de ella es un camino con muchos desvíos. Sobre cualquier
idea existen dos polos opuestos y todos los tonos de gris entre ellos, lo cual
hace prácticamente imposible poder declarar algo como “la verdad”. Cualquier
intento al respecto peca de ingenuo. Si a esto sumamos todas las
interpretaciones posibles a las palabras que describen estas ideas tenemos
delante de los ojos un panorama al menos vertiginoso.
A las palabras verdaderamente no
se las lleva el viento. Una vez fuera, pronunciadas, escritas, son leídas,
oídas, y ese eco afecta vidas humanas. Así, pueden salvar o prestarse a cazas
de brujas. Las palabras no son inocentes.
Cuando la agresión impera por
largo tiempo uno puede terminar acostumbrándose a ella. Habría que dar un par
de pasos atrás y darse cuenta de que todo podría ser dicho de otra forma, de
que siempre hay algo detrás de lo que se dice, y no es precisamente la verdad
sino la intención. La intención da direccionalidad a la palabra, como el arco
impulsa la flecha. Una vez tal flecha abandona el arco, se abre la caja de
Pandora. Nadie tiene la medida de la distancia, del impacto en el blanco, del
posible pero casi seguro daño, pues nadie conoce las condiciones del otro,
nadie realmente puede caminar en zapatos ajenos.
Todos tienen derecho al silencio.
Nadie puede obligar a otro a pronunciarse. Nadie tiene derecho a acusar y
señalar a quien en público no se pronuncie, pues no sabe qué puede estar aportando
en privado. Esas purgas empeoran todo el panorama, enrarecen el ambiente y lo
hacen aún más irrespirable. El silencio es un derecho humano.
Y ya no hay silencio. Este es un
carnaval al revés: todos se quitan las máscaras y muchos escupen en las caras
desnudas de los otros.
La desesperación es un lujo que
no podemos permitirnos, porque estamos demasiado ocupados en sobrevivir.
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