sábado, 11 de julio de 2015

Envidia de la muerte

Camino por cementerios interminables, solitarios, húmedos. El único ruido es el de los nombres y apellidos escritos en tantas lápidas, gritando que existieron, que estuvieron vivos, y a mucha honra.

Pienso: ¿por qué no viene nadie?¿Por qué sólo están los que cortan la grama, que apenas levantan la mirada, como avergonzados de estar vivos entre tanta belleza detenida? Me miran como si los descubriera en algo sucio, como preguntándome por qué camino yo y cruzo un cementerio, como si por estar viva me encontrara completamente fuera de lugar, en vez de ocupar un espacio bajo la tierra.

Veo las lápidas y pienso en tantas lágrimas y en tantas flores inútilmente sacrificadas y me da rabia. Pienso en la ceniza en la que quiero convertirme, en que no quiero un espacio bajo el sol cuando mi sangre ya no corra,  en que quisiera ejercer mi derecho a desaparecer del todo, sin dejar rastro ni obligaciones a otros de visitarme y celebrar la interminable y tediosa ceremonia de sufrir.

Quiero el olvido; quiero que mis nombres desaparezcan conmigo de la faz de la tierra. Quiero haber sido y no ser más nunca. La muerte es para eso. Para irse. Para morirse para siempre.

Luego el silencio me ensordecía. Miraba las tumbas torvamente. Hasta para estar inmóviles y callados son insistentes los muertos: parecen estar juntos en eso. Supongo que de ahí han sacado esa idea de que en algún lugar siguen vivos, uniformes, contentos de no tener calor ni hambre. Me parecía que sus lápidas se burlaban duramente de mí, con su mirada gris. De mí, apurada, con sed, con ganas de ya salir de al lado de esa fila interminable de interminables y callados muertos.

¿Por qué la furia? Porque de repente empecé a desear quedarme. Me imaginaba ser uno de ellos, sin estaciones, sin tener que elegir qué vestir. Apuraba el paso pero inevitablemente me contagiaba la pesadez de tanto silencio. Caminaba y las piernas me sobraban, los pasos perdían todo su sentido. Sentía que flotaba y no iba a ningún lado. Me contagiaban esos muertos de su muerte. De pronto esa vida vaciada de ellos comenzó a tener sentido, a parecerme deseable.


No quiero volver a caminar por esos hermosos cementerios, porque les tengo envidia a los muertos.


Geraldina Mendez



Cansancio de la felicidad


La tristeza es el descanso. Agota la obsesión por la felicidad. La felicidad es un trabajo. Hay que ejercer el derecho fundamental a la taciturnidad.

Luchar cansa. De ahí las pequeñas violencias diarias. Cada “no” es eterno en su pequeña transitoriedad.  ¿Por qué no toleramos puertas cerradas ante nuestras narices? Porque queremos tener visas para esos pequeños países personales que nos están vedados. No comprendemos cuando del otro lado hay silencio. Es un fantasma temible que deseamos exterminar, invadiéndolo.

Hay que poder estar triste y cansado, enfermarse un poco, un poco nada más. Hay una moda maníaca, un apego maligno a la alegría. 

Por eso es deseable y perfecta la tristeza. O quizás sea un ansia de una infinita aceptación, de un abrazo ciego que abarque toda nuestra oscuridad.

Geraldina Mendez