martes, 25 de septiembre de 2018

Cuando no existían los teléfonos móviles

Cuando los celulares no existían, el tiempo se vaciaba. Mirábamos la lluvia caer, el cielo despejado. Mirábamos las nubes hasta que se disipaban por completo, el sol caer sobre la acera, los distintos tonos de verde de los árboles.

A veces nuestra mirada se detenía sobre una mosca, una hormiga, una abeja. La mosca, con esos grandes ojos rojo opaco, que dicen estar llenos de miles de otros ojos. La veíamos sacudirse las patas delanteras, como con fruición; sacudir las alas, levantando las traseras. La veíamos dormir sobre las paredes.

La abeja era más lenta y también más colorida. Le pasaban cosas estúpidas, como meterse en un vaso plástico con restos de jugo y terminar cayendo adentro del líquido restante. Pero también a veces era hermoso verla aligerarse cuando se posaba, haciendo pequeñas pausas, sobre las flores.

La hormiga siempre estaba haciendo algo: llevando una hoja, un grano de arroz. Siempre iba decidida hacia algún lado, y bordeaba cualquier geografía con lo que fuera que acarreaba.

Cuando no llevábamos el teléfono a todos lados, el silencio nos acompañaba: no llenábamos de música cada instante. Esperábamos solos en un café, mirando por la ventana. Nuestra mirada se quedaba suspendida en la nada.

En ese tiempo no estábamos disponibles. Si alguien quería hablarnos, tenía que llamarnos a la casa, y casi nunca estábamos ahí. Cuando amábamos a alguien y no sabíamos cómo decírselo, llamábamos a su casa y se lo decíamos de un tirón, con el corazón saliéndosenos por la boca, y trancábamos. Y nos sentíamos entonces avergonzados, temblorosos y liberados.

Ahora, cuando mi tren pasa sobre el lago, detengo todo lo que estoy haciendo (maquillaje, teléfono, lectura) y miro el horizonte. Todos los días el horizonte tiene una cara distinta. Mirar el lago es mi única ceremonia, mi único momento sacro del día. Vuelvo a esos días en que no tenía el teléfono, y recuerdo entonces que hay un cielo sobre mi cabeza.